8/29/2010

Kodama

Los Kodama, literalmente «espíritu de árbol», son unos espíritus que viven en el bosque.


barbol en kodama

Son los míticos espíritus de los árboles del Japón, y habitan en los bosques espesos. La presencia de kodamas nos indica la salud y pureza del bosque. Es por ello que abundan sobre todo en el corazón del mismo, próximos a su espíritu. Por el contrario, su ausencia nos demuestra que el bosque está corrupto o próximo a morir.



Encontrarse en un lugar escondido en lo más profundo bosque, rodeado de kodamas y escuchando su característico castañeteo es una experiencia mágica y única. En ese momento el afortunado humano sabe que está en armonía consigo mismo y la naturaleza...

Por lo general tienen apariencia humana y cada individuo es único en aspecto y personalidad. Se dice que pueden presentarse en formas no humanas, y pueden aparecer hermosos o tan terribles como deseen. La mayoría se presenta teniendo una apariencia adorable. Sus cuerpos son semitrasparentes de un color verde pálido o blancuzco y de muy baja estatura.


Muchos son espíritus de árboles en general y no necesariamente representan a un árbol en particular. Algunos de ellos, sin embargo, están asociados directamente con un árbol específico. Se cree que estos espíritus pueden trasladarse a otro árbol, o renacer a través de su semilla.

La mayoría de estos espíritus se disgusta ante aquellos que no tienen respeto por el medio ambiente. Si un árbol es cortado irresponsablemente, uno o más Kodamas pueden buscar venganza. La mayoría de estos espíritus son muy pacíficos y serenos, y les gusta compartir conocimientos y sabiduría con aquellos que saben cómo comunicarse con ellos. También son sorprendentemente fuertes y poderosos, dada su usualmente larga vida y comunicación con el mundo y las fuerzas más allá del entendimiento de muchos otros animales. 
texto tomado de soluciones bonsai blogspot

8/27/2010

Los predadores - Lado activo del infinito, Carlos Castaneda



‑Descubrieron que tenemos un compañero de por vida ‑dijo de la manera más clara que pudo‑. Tene­mos un predador que vino desde las profundidades del cosmos y tomó control sobre nuestras vidas. Los seres humanos son sus prisioneros. El predador es nuestro amo y señor. Nos ha vuelto dóciles, indefensos. Si que­remos protestar, suprime nuestras protestas. Si quere­mos actuar independientemente, nos ordena que no lo hagamos.

‑¿Pero, por qué este predador ha tomado posesión de la manera que usted describe, don Juan? ‑pregun­té‑. Debe haber una explicación lógica.
‑Hay una explicación ‑replicó don Juan‑, y es la explicación más simple del mundo. Tomaron posesión porque para ellos somos comida, y nos exprimen sin compasión porque somos su sustento. Así como noso­tros criamos gallinas en gallineros, así también ellos nos crían en humaneros. Por lo tanto, siempre tienen comi­da a su alcance.

‑Quiero apelar a tu mente analítica ‑dijo don Juan‑. Piensa por un momento, y dime cómo explica­rías la contradicción entre la inteligencia del hombre‑in­geniero y la estupidez de sus sistemas de creencias, o la estupidez de su comportamiento contradictorio. Los chamanes creen que los predadores nos han dado nuestro sistemas de creencias, nuestras ideas acerca del bien y el mal, nuestras costumbres sociales. Ellos son los que establecieron nuestras esperanzas y expecta­tivas, nuestros sueños de triunfo y fracaso. Nos otorgaron la codicia, la mezquindad y la cobardía. Es el predador el que nos hace complacientes, rutinarios y egomaniá­ticos.


‑¿Pero de qué manera pueden hacer esto, don Juan? ‑pregunté, de cierto modo más enojado aún por sus afirmaciones‑. ¿Susurran todo esto en nuestros oídos mientras dormimos?
‑No, no lo hacen de esa manera, ¡eso es una idio­tez! ‑dijo don Juan, sonriendo‑. Son infinitamente más eficaces y organizados que eso. Para mantenernos obedientes y dóciles y débiles, los predadores se involu­craron en una maniobra estupenda (estupenda, por su­puesto, desde el punto de vista de un estratega). Una maniobra horrible desde el punto de vista de quien la sufre. ¡Nos dieron su mente! ¿Me escuchas? Los pre­dadores nos dieron su mente, que se vuelve nuestra mente. La mente del predador es barroca, contradicto­ria, mórbida, llena de miedo a ser descubierta en cual­quier momento.
»Aunque nunca has sufrido hambre ‑continuó‑, sé que tienes unas ansias continuas de comer, lo cual no es sino las ansias del predador que teme que en cual­quier momento su maniobra será descubierta y la comi­da le será negada. A través de la mente, que después de todo es su mente, los predadores inyectan en las vi­das de los seres humanos lo que sea conveniente para ellos. Y se garantizan a ellos mismos, de esta manera, un grado de seguridad que actúa como amortiguador de su miedo.


‑No es que no pueda aceptar esto como válido, don Juan ‑dije‑. Podría, pero hay algo tan odioso al res­pecto que realmente me causa rechazo. Me fuerza a to­mar una posición contradictoria. Si es cierto que nos co­men, ¿cómo lo hacen?
Don Juan tenía una sonrisa de oreja a oreja. Rebosaba de placer. Me explicó que los chamanes ven a los niños humanos como extrañas bolas luminosas de energía, cu­biertas de arriba a abajo con una capa brillante, algo así como una cobertura plástica que se ajusta de forma ceñi­da sobre su capullo de energía. Dijo que esa capa brillan­te de conciencia era lo que los predadores consumían, y que cuando un ser humano llegaba a ser adulto, todo lo que quedaba de esa capa brillante de conciencia era una angosta franja que se elevaba desde el suelo hasta por en­cima de los dedos de los pies. Esa franja permitía al ser humano continuar vivo, pero sólo apenas.


Como si hubiera estado en un sueño, oí a don Juan Matus explicando que, hasta donde él sabía, la humani­dad era la única especie que tenía la capa brillante de conciencia por fuera del capullo luminoso. Por lo tanto, se volvió presa fácil para una conciencia de distinto or­den, tal como la pesada conciencia del predador.
Luego hizo el comentario más injuriante que había pronunciado hasta el momento. Dijo que esta angosta franja de conciencia era el epicentro donde el ser humano estaba atrapado sin remedio. Aprovechándose del único punto de conciencia que nos queda, los predadores crean llamaradas de conciencia que proceden a consumir de manera despiadada y predatorial. Nos otorgan proble­mas banales que fuerzan a esas llamaradas de conciencia a crecer, y de esa manera nos mantienen vivos para alimen­tarse con la llamarada energética de nuestras seudo‑pre­ocupaciones.


‑No hay nada que tú y yo podamos hacer ‑dijo don Juan con voz grave y triste‑. Todo lo que pode­mos hacer es disciplinarnos hasta el punto de que no nos toquen. ¿Cómo puedes pedirles a tus semejantes que atraviesen los mismos rigores de la disciplina? Se reirán y se burlarán de ti, y los más agresivos te darán una pa­tada en el culo. Y no tanto porque no te crean. En lo más profundo de cada ser humano, hay un saber ancestral, visceral acerca de la existencia del predador.


 ‑Los chamanes del México antiguo ‑dijo‑ vieron al predador. Lo llamaron el volador porque brinca en el aire. No es nada lindo. Es una enorme sombra, de una oscuridad impenetrable, una sombra negra que salta por el aire. Luego, aterriza de plano en el suelo. Los chama­nes del México antiguo estaban bastante inquietos con saber cuándo había hecho su aparición en la Tierra. Ra­zonaron que era que el hombre debía haber sido un ser completo en algún momento, con estupendas revela­ciones, proezas de conciencia que hoy en día son leyen­das mitológicas. Y luego todo parece desvanecerse y nos quedamos con un hombre sumiso.


‑Lo que estoy diciendo es que no nos enfrentamos a un simple predador. Es muy ingenioso, y es organiza­do. Sigue un sistema metódico para volvernos inútiles. El hombre, el ser mágico que es nuestro destino alcan­zar, ya no es mágico. Es un pedazo de carne. No hay más sueños para el hombre sino los sueños de un ani­mal que está siendo criado para volverse un pedazo de carne: trillado, convencional, imbécil.
Las palabras de don Juan estaban provocando una extraña reacción corporal en mí, comparable a la sensa­ción de náusea. Era como si nuevamente me fuera a en­fermar del estómago. Pero la náusea provenía del fondo de mi ser, desde los huesos. Me convulsioné involunta­riamente. Don Juan me sacudió de los hombros. Sentí mi cuello bamboleándose hacia delante y hacia atrás bajo el impacto de su apretón. Su maniobra me calmó de inmediato. Me sentí mejor, más en control.


‑Este predador ‑dijo don Juan‑, que por supues­to es un ser inorgánico, no nos es del todo invisible, como lo son otros seres inorgánicos. Creo que de niños sí los vemos, y decidimos que son tan terroríficos que no queremos pensar en ellos. Los niños podrían, por su­puesto, decidir enfocarse en esa visión, pero todo el mundo a su alrededor lo disuade de hacerlo.
»La única alternativa que le queda a la humanidad ‑continuó‑ es la disciplina. La disciplina es el único repelente. Pero con disciplina no me refiero a arduas ru­tinas. No me refiero a levantarse cada mañana a las cin­co y media y a darte baños de agua helada hasta ponerte azul. Los chamanes entienden por disciplina la capaci­dad de enfrentar con serenidad circunstancias que no están incluidas en nuestras expectativas. Para ellos, la disciplina es un arte: el arte de enfrentarse al infinito sin vacilar, no porque sean fuertes y duros, sino porque es­tán llenos de asombro.


‑¿De qué manera sería la disciplina de un brujo un repelente? ‑pregunté.
‑Los chamanes dicen que la disciplina hace que la capa brillante de conciencia se vuelva desabrida al vola­dor ‑dijo don Juan, escudriñando mi cara como que­riendo encontrar algún signo de incredulidad‑. El re­sultado es que los predadores se desconciertan. Una capa brillante de conciencia que sea incomible no es parte de su cognición, supongo. Una vez desconcertados, no les queda otra opción que descontinuar su nefasta tarea.
»Si los predadores no nos comen nuestra capa bri­llante de conciencia durante un tiempo ‑continuó‑, ésta seguirá creciendo. Simplificando este asunto en ex­tremo, te puedo decir que los chamanes, por medio de su disciplina, empujan a los predadores lo suficiente­mente lejos para permitir que su capa brillante de con­ciencia crezca más allá del nivel de los dedos de los pies. Una vez que pasa este nivel, crece hasta su tamaño natu­ral. Los chamanes del México antiguo decían que la capa brillante de conciencia es como un árbol. Si no se lo poda, crece hasta su tamaño y volumen naturales. A me­dida que la conciencia alcanza niveles más altos que los dedos de los pies, tremendas maniobras de percepción se vuelven cosa corriente.
»El gran truco de esos chamanes de tiempos antiguos ‑continuó don Juan‑ era sobrecargar la mente del vo­lador con disciplina. Descubrieron que si agotaban la mente del volador con silencio interno, la instalación fo­ránea saldría corriendo, dando al practicante envuelto en tal maniobra la total certeza del origen foráneo de la mente. La instalación foránea vuelve, te aseguro, pero no con la misma fuerza, y comienza un proceso en que la huida de la mente del volador se vuelve rutina, hasta que un día desaparece de forma permanente. ¡Un día de lo más triste! Ése es el día en que tienes que contar con tus propios recursos, que son prácticamente nulos. No hay nadie que te diga qué hacer. No hay una mente de origen foráneo que te dicte las imbecilidades a las que estás ha­bituado.